La subida de Karin por la ladera del volcán tiene algo del vía crucis de Cristo ascendiendo el Gólgota. Contiene en ambos casos un ejemplo de la fragilidad del individuo contra las fuerzas superiores. Y no necesariamente divinas en lo referente a superiores. Uno para morir, otra para intentar escapar de una isla de pescadores donde se siente tan prisionera como en el campo de concentración que abandonó para casarse con un soldado. Ingrid Bergman no sostiene pesadamente una cruz en su hombro en el ascenso, su martirio es otro. Lleva un hijo en sus entrañas y todo el peso de una tradición que la ve como una intrusa, como una extranjera arrogante. Respira el humo de azufre y la ceniza del suelo le hace avanzar pesadamente, asfixiandola en su huida. Es también un éxodo, o para ser más precisos, un “intento de éxodo” donde cada paso dado hacia delante significan dos más hacia atrás.
En la cima, exhausta Ingrid Bergman, se despoja de la condición de actriz, del maquillaje y la mentira. Y al igual que la Juana de Arco de Falconetti y Dreyer, Karin deja de ser un personaje ficticio para hacerse entrañas y carne y sudor y lágrimas. Lágrimas ante el misterio de la noche estrellada en la cima del volcán. La soledad al contemplar la infinitud del universo. A partir de esa visión extasiada Stromboli ya no es una isla, sino un mirador.
Cristo en la cruz murmuró: “Señor, ¿por qué me has abandonado?”. Karin implora: “Dios, dame fuerzas para soportarlo”. Antes que Bergman, Rossellini filmó el silencio de Dios.
Raoul Lorite
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