Llevaba apenas un año viviendo con mi tía abuela, en un caserón antiguo cerca de Binéfar. Siempre que podía me escapaba del cuarto de costura, donde se empeñaba en enseñarme durante horas y horas a hilvanar, bastear, dobladillar y pespuntar; por más que jurara que mi habilidad apenas superaba enhebrar la aguja. Eran tantos los uniformes militares a remendar que toda ayuda era indispensable.
Cuando me encontraba, después de andar buscándome un buen rato, se plantaba delante mía tan rígida que casi parecía cuadrarse. Tan mal calzaba las alpargatas que los talones sobresalían callosos y blanquecinos. El moño azabache lo llevaba ensortijado con abundantes horquillas. Los tobillos eran basas sobre las que se alzaban un par de columnas salomónicas entorchadas de varices encubiertas por una falda acampanada. Era una tarea ardua distinguir el cejo del entrecejo entre las cerdas que poblaban encima justo los ojos de mi tía abuela. ¡Pero qué ojos! Más que expresivos eran expresionistas (o quizá impresionistas ¡porque a mí me impresionaban!), dos cuentas pardas filadas en mí, por desobediente. La bata estampada de floripondios lilas se abombaba por la panza. Diríase por los brazos en jarras que era una tetera de fayenza sin pulir, pero el pitorro de la nariz no era sino ñato y rechoncho. Pudo ser mamma Roma pero fue nobleza baturra.
Levantó un brazo y con el dedo índice bien firme, la carigorda enrojecida, sus labios se agusanaron en una mueca al barbotar:
- ¡Daniel, baja del columpio ahora mismo!
Raoul Lorite.
2 comentarios:
y con sus dedos ásperos y rechonchos acariciaba lentamente mis mejillas hasta perder mi último aliento en un grito de amor
No se como diablos se me pasó este post, nada, solo decir que está jodidamente melancólico, que belleza...
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